martes, 7 de junio de 2022

Viruela simiesca

 Hace no mucho que se están relajando las restricciones que han supuesto el llevar mascarilla, limitar los viajes, distancia de seguridad...causado todo por el coronavirus, esa plaga descafeinada de nuestra era.


Pero no ha tardado en aparecer otro suplente: la viruela del mono.


Los periódicos ya andan amarilleando toda incertidumbre sobre esta nueva infección. Pero sin embargo, no es tan novedosa como puede parecer. Hace unos años leyendo en revistas como Science, Nature, National Geographic e Interviú (muy renombradas y muy recomendadas suscribirse querido lector) se hablaba de una enfermedad similar conocida como Sido-T que era originiaria de las heces de primates en el corazón de África y que se transmitió a misioneros neocatecumenales que realizaban obras de caridad. Muchos de esos afectados comenzaron a sufrir enormes impulsos de coprofagia. Los estudios rigurosos que se llevaron a cabo en prestigiosas universidades como la Universidad Norte Albor de la Comunidad Autónoma Centro-Aragón (de confusas siglas) y la Universidad de Albacete-capital (la más indicada para el estudio escatológico por el famoso refran “caga y vete”), apuntaban a que podría ser una serie de mutaciones.


La historia se repite, pero esta vez las víctimas y el arma del perpetro no son más que intercambiadas. No soy muy dado al uso de redes sociales, pero según tengo entendido en la red Tik-Tok (propiedad de nuestro Glorioso Partido Comunista Chino Registered Trademark) han aparecido cientos de casos de personas que ante la noticia de la viruela del mono, han comenzado a sumarse al peligroso reto de tumbarse y mearse en la boca. El rumor es que la urea es un buen desinfectante bucal. Pero esto no es más que los mismos síntomas de infección que había con el Sido-T, obvios como una catedral también los aspectos de que muchos primates como orangutanes hacen el mismo acto. Primates que podrían ser los originarios de...como habréis adivinado... la viruela del mono.


Oh shit oh fuck I am peeing
Cortesía de un colega
Muchos de esos tiktokers (menuda mierda de nombre) ya han fallecido por atragantarse con su propia orina. Muchos de esos casos sucediendo además en directo. A día de hoy, no se puede buscar vídeos de esos retos, sólo aparece un mensaje de Tik Tok que nos descorazona/impide buscar esa clase de temática con advertencias de contenido sensible y perturbador, exigiéndonos nuestra ID, teléfono y datos bancarios para poder proseguir viendo accidentes de ciudadanos de Pekín (Beijing) cayendo por huecos de ascensores.

 

 

 


En el mundo mágico ideal que era la antigua normalidad (rest in peperoni) me cachondearía de esto en mi blog, pero ya he perdido a dos seres queridos por ello (mi mascota y el tío que reparte pizza por mi barrio). Con esto quiero advertir de que, como dirían los chinos de la China Imperial: “Se acercan tiempos interesantes”.

Habrá más. Ojalá la siguiente viruela sea una que nos haga comernos los mocos y subirlo a Youtube, pero me temo que seguramente sea sobre tragar semen y cagarlo por What'sApp.



Haced acopio de útiles de higiene íntima amados lectores, y buena suerte.

 

 



martes, 22 de marzo de 2022

Helado en la madrugada

 

La noche es fría.

Tengo hambre.

Quiero helado.

Pocas posibilidades.


Ha sido un día largo, de los últimos que quedan de invierno. Acabo de montarme en el coche tras irme de caminata, una larga y pesada.


Son las cinco de la madrugada, o eso logro discernir en el reloj del coche; igual me equivoco con el termómetro. No hay helado en la casa que tengo que volver a vivir. Ni tampoco tiendas abiertas. Paso por bazares, enclaustrados en verjas metálicas. Los supermercados están apagados. Ninguna gasolinera tiene servicio 24 horas ni dependiente nocturno al que romper la tranquilidad. Cualquier local de comida rápida está inerte, desprendiendo la mortecina luz anti-insectos que previene a la mugre de la cocina llenarse de larvas y moscas.


Mis ojos pesan. Controlo el vehículo puramente por memoria muscular de mis brazos en el volante. Aunque en la radio suena una extraña mezcla de Jazz ambiental con sintetizador electrónico bastante pegadizo, no logro quitarme la idea de comerme un cono de nata y chocolate.

Mi fuerte apetito por el lácteo escarchado y dulce pelea contra toda posibilidad de ser satisfecho, en el peor momento de la jornada y en el peor momento del año para la venta de polos.


En el campo de visión de mis retinas vidriosas atino un monolito de plástico brillando. Está en medio de la acera, en extrema soledad. Una máquina expendedora de bombones congelados. Aparco torpemente mi carro. Como un golem desciendo y ando hacia la máquina expendedora. El cartel del logo que lo adorna está descolorido, igual están las etiquetas de los botones. No se distigue nada. Sólo es visible una minúscula pantalla digital anticuada.


Pulso un botón al azar, sale "1.10" en rojo en la pantalla. Me da igual el producto. Saco mi cartera, tengo cuidado con el gélido viento que sopla fuerte, a pesar de que no tengo ningún billete que pueda soplar, sólo chatarra de monedas. Junto un puñado de céntimos, siendo el más grande de ellos una divisa de 20.


A pesar del sopor cerebral, razono que es mejor meter las monedas más pequeñas para ver si sirven, y además en caso de que se atasque con alguna moneda, perder lo menos posible. El contador de la pantalla llega a 1.10. Pulso el botón de producto. No pasa nada. Igual me he equivocado de botón. Pulso otro que me suene haber pulsado primero. Nada. Pulso el botón de devolver dinero mosqueado, sabiendo que tendré que volver a hacerlo, y que igual no me devuelve el dinero. Retintinea fuertemente el habitáculo de devolución. Recojo el dinero. Nada de devolverme monedas de mayor valor. Eso habría sido conveniente, práctico. Insidioso, vuelvo a contarlo. Está justo como lo metí, las mismas monedas.


Para no cometer errores, pulso todos los botones. Todos marcan "1.10". Meto las monedas de nuevo, ceremonialmente. Me pongo a contar cada posición de botón, para cercionarme que pulso el primero.

Presiona con el dedo índice. Mucha gente ha perdido la costumbre de usar el índice ante tanto mando de televisión y teléfono móvil. Yo me cerciono de seguir usándolo, es más largo y llegas antes para pulsar, se ahorra tiempo. No sé cuánto tiempo ha pasado, me he quedado absorto de tanto reflexionar sobre dígitos.


Miro en el cajón de donde debería salir el producto. No hay nada salvo un par de hojas y envoltorios de plástico. Infuriado, pulso todos los botones. Nada, salvo la calderilla del botón de devolución. Paso de meter otra vez el dinero. Aporreo la máquina. La zarandeo. Cuesta. Los que fabricaron este armatoste pusieron empeño en hacerlo tan seguro como una caja fuerte, a prueba de mocosos vandalistas y yonquis desesperados por robar las ganancias. Comienzo a ladearlo. Va cogiendo impulso. tras varios minutos, la máquina vacila sobre uno de sus vértices. En un instante eterno, se mantiene en equilibrio, y cae en redondo.


El frontal de la máquina revienta como una puerta echada abajo por la policía. El interior es una cámara de celdillas frigoríficas, llenas de ruedecillas y engranajes como un reloj suizo. Una neblina breve se escapa. Rebusco en todas las oquedades. Ni un solo bombón crocanti o sandwich de nata. Solo encuentro una rata criogenizada. La cojo. Podría haber sentido asco, podría haber cavilado sobre cómo llegó hasta ahí, pero sólo quiero cercionarme de que es un helado. Tiro la rata.


Decepcionado, vuelvo al coche.


La luz solar asoma macilenta por el horizonte. Ya no suena jazz alternativo en la radio, sólo un comentarista casposo haciendo publicidad sobre seguros de auto. Continúo mi ruta. Con más hambre y frío. El sueño me invade al volante. Los ojos pesan más que el mercurio. A la orilla de una playa, una brisa cálida me acaricia sentado a la mesa. Ofrezco un helado a una mujer que se acerca...













martes, 10 de agosto de 2021

Situaciones de besugo

 Basado en hechos reales.


Entraba en un Mercadona, todo sudoroso del calor juliano. Mi intención era pillarme un paquete de galletas de chocolate blanco con limón. Había tenido un día de mierda, venía rebotado del coche y solo quería hincharme a azúcar. No deambulo por los pasillos, voy directamente a la sección de dulces y bollería. La música baratera de supermercado me inunda los oidos

Allí encuentro mi paquete de galletas de chocolate blanco con limón. Estoy a dieta, pero cuando me la salto, quiero hacerlo con algo que me gusta realmente. Gracias a los genios de estrategias de marketing, en la estantería hay otro paquete de galletas de crema cacahuete con chocolate. Me puede la gula y me lo pillo también. Memorizo la suma de los precios.

No queriendo comprar la sección entera, marcho a paso acelerado a la caja registradora. La gente a mi alrededor observa estupefacta cómo recorro los pasillos cual atleta de marcha olímpica. Busco una caja registradora sin colas. Solo veo viejos con bolsas de pimientos y mujeres exacerbantemente mantecosas con carros de la compra llenos a rebosar. 

Una voz se alza.

-¡Por aquí!

Un empleado me llama, está libre. Corro a la cinta de la caja registradora y arrojo los dos paquetes de galletas. No aparto la vista en ningún momento de mis presas. Hago malabares mentales para evitar abrirlos sin pagar. Saco el dinero exacto de mi cartera, o casi, me van a sobrar cinco céntimos.

-Hola, buenos días soy Luis.

Alzo la mirada. Un hombre, veintialgos años, esbelto, uniformado sosamente de verde, pero con un peinado y bigote muy bien cuidados, el resto de su imagen acicalada. Efectivamente porta una pequeña placa en el pecho donde se lee "Luis". No me fijé en más detalles por las prisas.

-Buenas.-Contesto sosamente.

Luigi procede a escanear mis galletas.

-Uuuy estas galletas son muy buenas, qué buen ojo tienes. Yo suelo comerme unas cuantas todos los fines de semana.

-Si.-Contesto sosamente.

-No te van a durar mucho ¿verdad?.

-Son para compartir en el trabajo.-Miento descaradamente. Estoy con contrato de prácticas, y no voy a compartirlas con nadie. 

-Aaay qué considerado. ¿Vas a querer bolsa?.

-No hace falta, no estoy lejos de donde voy.-Verdad a medias, las galletas no van a durar ni un minuto después de salir del supermercado.

Luis teclea la máquina registradora. Se gira para sonreirme, apenas lo veo porque estoy acopiando las cajas de galletas.

-Son dos con cuarenta y cinco.

Saco dos euros y medio. Luis me tiende la mano delicada y atentamente, pero suelto el dinero en la encimera de la caja registradora. 

-Ains, no sé si voy a tener cambio de cinco céntimos.

-Quédese con el cambio.

-Ooh no no, ¡no quiero quitarte dinero!.-Exclama Luigi mientras saca una diminuta moneda acompañada del ticket de compra.

Se lo arrebato rápidamente cual gaviota robando bocadillos de calamares a un turista. Luigi prosigue hablando mientras guardo el dinero y el papel.

-Oye, no eres muy de por aquí ¿verdad?. Yo suelo trabajar el turno de mañana y nunca te he vis...

-No.-Contesto con cortante sequedad.-Adios buen turno.

-Adios que tengas un día estupendo ¡vuelve pronto!

No oigo nada más, como un jugador de rugby me largo a toda leche con las galletas bajo el brazo. 

Fuera del Mercadona, me marcho a la calle de al lado, a la sombra me papeo  el primer paquete de galletas, chocolate con cacahuetes. No está nada mal. No tardo nada en  vaciar su contenido y realizar la misma acción con el paquete de galletas de chocolate blanco con limón. Sabroso, pero ni por asomo llena mi vacío existencial. Tiro los envoltorios a un contenedor de reciclaje. Voy al coche y arranco.

Medito sobre mi impulsividad alimenticia mientras salgo del barrio y tomo la salida. Como un relámpago centelleante, un Eureka de lo rídiculo, me hago consciente de lo que me ha pasado.

-¡Noooo, hay que joderse!¡Me cago en los curas enanos!.- Grito mientras aporreo el volante.

Por culpa del ansia viva, he tirado por la borda una posible cita solo para irme a comer galletas. Igual no habría conducido nada a medio-largo plazo, pero igualmente me habría llevado unas galletas el fin de semana. 

Mientras surco la carretera nacional, hago rugir el débil motor del coche, en un intento de ahogar los pensamientos de vergüenza y culpabilidad. El asfalto se vuelve testigo de mi estupidez mientras desaparezco por el horizonte...




miércoles, 14 de julio de 2021

Sobre mi único odio sin sentido

     Yo lo admito. Soy una persona pasional. Me pongo rápidamente nervioso y entro al trapo con cualquier tema. Ya sea sobre qué coches son mejores (aun nunca habiendo pasado de cambiar el aceite o la rueda a alguno),  sobre el inexcruciable dolor que es existir en este mundo, o cómo cocinar con un horno. Da igual, entro al trapo automáticamente. Cojones, el mismísimo origen de este blog es porque me va opinar cual tertuliano esquizofrénico.

    Pero, al final del día, muy al final ciertamemente, hay moderación. Y si he errado con mi opinión, corrijo lo equivocado. Siempre fundamento todo lo que hago de la forma más empírica y racional que mi cerebro es capaz de procesar. Nunca actuo con rencor infantil.

    Salvo un tema.

    Los platanos.

    No los tolero. Un torrente de intransigencia me invade. Aberro su olor, su tacto, sabor, aspecto...A lo sumo doy cabida a su imaginería. Cuando un plátano se planta ante mi cara, ya sea en el super o alguien comiéndolo por la calle, inconscientemente el rostro se me torna en una mueca desagradable y taciturna. Algo así.

    

Mirá lo que descubrí de Wilson Fisk - Humor en Taringa!


    Mi odio es puro e irracional. 

 

    Las venas se me llenan de vinagre, del estómago me empieza a ascender reflujo a cal viva. El humor vítreo de mis ojos se nubla, los dientes me rechinan como hierro quemado. Miles y miles de ondas eléctricas salen de cada una de las células de todo mi cuerpo, recorriendo la espina dorsal y aunándose en lo más recóndito de mi mente, como un fantasma, que sale despedido en forma de un géiser de manía cáustica.

    No tengo nada en contra de las islas Canarias, están habitadas por buenas gentes, incluso he tenido algúna amistad o romance con personas nacidas en Canarias. Pero de ser necesario para la extinción del plátano de Canarias y sus allegados, bombardearía con napalm el archipiélago africano. Sin remordimiento, sin lágrimas.

    Aún más. Si tuviese que dar la vida para garantizar la completa extinción de los plátanos en la Tierra, lo haría. Aunque supusiera una muerte agónica y lenta como el deslizar de un caracol. Incluso a pesar de que no tendría sentido borrarme del mapa si no voy a tener que compartir mi existencia con más plátanos. 

     Símplemente, la gratificación de saber que ni yo ni nadie más comerá plátanos me es suficiente para ir con la conciencia en paz a la tumba o fosa que me toque como destino.

 

    Yo no pido ser un mártir, sólo lo justo: un mundo libre de excesos bananeros.



    Bueno compadres, ¡hasta la próxima!