lunes, 6 de julio de 2015

Felino onírico

Todo comenzó con un simple mensaje.


Un buen amigo mío había mandado a distintas personas (entre las que me incluyo) una llamada de auxilio. La susodicha solicitud de socorro explicaba una situación muy común en millones de lugares del mundo: había encontrado una cría de gato, un gatito apenas de una semana abandonado sin madre alguna, bendecido y maldito a la vez por la amoral Naturaleza. Obviamente mi amigo quedó presa de la ternura, algo que a muchos les pasa incluso a mí, y decidió acogerlo en su hogar.

El problema es que mi buen amigo no dispone ni del tiempo ni de los medios y condiciones como para poder criar al gato, y por ello  socorre ayuda externa capacitada para la manutención del gato.

La primera idea que pasó por mi cabeza fue que el susodicho gato tenía toda las de palmar, pero decidí que sería más apropiado dirigirme a la casa de mi buen amigo para hablar mejor sobre el asunto y adquirir más perspectiva.

No sé por qué tome esta decisión, pero me dirigí al coche no sin antes llevar una caja de zapatos con una toalla suave dentro, un forro para las manchas de heces y orina (era meramente una bolsa de plástico) y agujeros en la tapa. Además me llevé algo de agua y leche embotellada.

"Qué absurdo, es como si me fuese a llevar al gato, si ni siquiera yo puedo tener gato"

Pero a pesar de que mi mente mostraba toda razón por la que no podía acoger mininos, me dio igual, seguí adelante.



Llegaba a la Vieja ciudad, me dirigí al casco antiguo a la zona del barrio cerca de las orillas del río donde vivía mi buen amigo. Bajo un abrasador Sol aparqué y bajé del coche con la caja bajo el brazo. Llamé a la puerta, mi buen amigo se alegró de verme y más aun tras observar que traía una caja condicionada para llevar al gatito.

Hablamos de trivialidades que no logro recordar bien, me preguntó si querría comer algo (propuesta que rechazé amablemente), y cómo no, me habló del gato y sus fallidos intentos de encontrarle familia. Me lo enseñó en una caja de frutas con mantitas, no lograba distinguir la raza, ni siquiera acertaba en el color, era como una especie de gris anillado pero de una gama que no lograba acertar, tenía el vientre pálido y de un color poco certero, orejas subdesarrolladas de tonos oscuros que escapaban de cualquier paleta de colores existente y los ojos cerrados (y apostaría a que si abriese los párpados tendría unos iris desconcertantes).

Mi buen amigo hizo la pregunta del millón: "Entonces, ¿sabes de alguien que pueda quedárselo o tú y tu família os lo vais a quedar?"

Mentí y le dije que me lo llevaba. Deposité cuidadosamente al felino en mi caja de zapatos, mi buen amigo alegre por saber que el felino tendría un futuro feliz me dió profusamente las gracias, no sin antes proporcionarme algo de leche especial que había comprado en una tienda de mascotas.

Con un brazo cargando con delicadeza la caja-casa del gatito y en la mano la leche especial para gatitos, me dirigí a mi coche. Abrí y esperé a la sombra a que el coche se ventilara para que el gatito no se asfixiara por el aire recalentado. Guardé la susodicha botella de leche gatuna y detrás del asiento de copiloto acomodé suavemente la caja de zapatos.


Arranqué el coche. Pero de repente mientras conducía mi mente, como si de un as en la manga se tratara, o simplemente un capricho nostálgico fuese, me arrojó un recuerdo sobre un acontecimiento acaecido hace años...



Era simplemente un mero puberto, un preludio adolescente que pedaleaba su bicicleta por la urbanización donde vivía volviendo de un trayecto de comprar el pan que portaba en una bolsa de tela  a la espalda para mi comodidad. Movía mis piernas a toda velocidad disfrutando de la brisa y del sol radiante que cálidamente tocaba el asfaltado de la calle rodeado de casas de diferentes estilos y diseños. Mientras pasaba por una pequeña iglesia, ví que intentando escapar de las vallas un ente anaranjado.

Me bajé de mi bicicleta, me dirigía la valla y pude atisbar que era una cría de gato, un gatito con apenas 3 semanas de un vivo color naranja a rallas y de ojos verdosos que me miraba con un abismal cariño. Mi cuerpo era abrasado lentamente por la enternecedora radiación que despidía  el gatito. Miré alrededor si estaba su madre en algún lugar, siendo negativo el resultado

El gatito maullaba en busca de mis mimos, yo me acerqué para sacarle de la valla con mucho cuidado, como si de un cirujano fuese realizando un transplante de corazón. Sentía su pelaje caliente regocijar al tacto de mis manos y cómo el gatito intentaba corresponderme con gestos de amor y aprecio. Le examiné detenidamente en busca de alguna herida, y saqué  en conclusión (a pesar de un naturalista nulo) que el gatito estaba sano y era hembra.

Comencé a acariciarle la panza a la gatita, planeando la vida con ella, la empezé a llamarla Damisela pensando que sería un nombre de su agrado. Pero recordé que en mi familia no podía tener gatos debido a la alergia de mi madre. Pero me daba igual, vaciaría un cajón de mi armario, lo acomodaría, reservaría algunos trozos de alimento de mi desayuno, comida, merienda y cena para sustentarla. Cuando creciera buscaría alguna casa abandonada en la urbanización, la soltaría en la parcela con unos platitos de agua y pienso y la iría a ver todos los días.

Mientras planeaba su crianza furtiva, cogí a Damisela y la guardé en la bolsa de tela donde llevaba el pan, con tal precaución como si se tratara de mi propio retoño.

Conducí con cuidado la bicicleta. Cuando llegué a casa y abrí la puerta de la parcela, intenté entrar con mucho sigilo, pero tarde, me gané mi primer testigo.

"Hijo, ¿qué llevas en la bolsa de pan que se mueve?" Preguntó mi padre que se hallaba cuidando las plantas. Avanzó serio hacia mí, abrió la bolsa de pan y observó su farináceo contenido en combinación con Damisela, que jugaba con las garras a arañar la bolsa. Mi padre, enfadado, me advirtió sobre la imposibilidad de tener gatos en casa, que no podía ponerme a recoger animales así por las buenas de las calles, y que regresara a donde había cogido a Damisela y la dejara .


Consternado de lo sucedido, seguí todo lo dicho por mi padre, que a pesar de tener razón me hizo sentirme herido. Pedaleé con la bolsa donde Damisela jugaba. Llegué de nuevo a la iglesia, me acerqué esta vez al portón rejado de la valla, y con profunda tristeza y lentitud deposité a Damisela en suelo "sagrado". Me marché pedaleando a toda prisa a casa para no contemplar la posible reacción de sonidos reclamando atención de Damisela.

No recuerdo qué fue de ella, ni qué me sucedió las horas siguientes después de su abandono.



Y ahí me hallaba, recordando tiempos pasados sin motivo aparente, bajo un puente a la orilla del río. No sabía exactamente cómo había llegado ahí, supongo que conducía inconsciente.

Me bajé del coche, cojí la caja de zapatos con el gattito, y me senté al borde de la orilla a contemplar las aguas de marrón verdoso que ahora eran un río.

Abrí la caja, ví al gatito durmiendo plácidamente a pesar de  su respiración acelerada. Me era una pena saber que no tenía medio alguno de sobrevivir, no sabía qué acto piadoso podía realizar.


Una idea recorrió mi aturdido cerebro.


Miré a mi alrededor, no había nadie, sólo yo, el gatito y despojos de pescas tales como latas de maiz, pedruscos amontonados para uso como soporte de cañas y sedales de pesca cortados producto de la torpeza de algún pescador, sin olvidar restos de basura y barro por todos lados.

Levanté la bolsa de plástico de la caja, saqué al gatito y lo deposité sin despertarlo dentro de la bolsa de plástico. Cierro la bolsa, cojo una piedra y un poco de sedal. Nunca se me han dado bien los nudos, pero apaño un ancla primitiva con la piedra y el sedal y lo ato a la bolsa.



Levanto la piedra, consciente del peso de la piedra y del gatito, y lo arrojo con fuerza a lo lejos hacia las profundidades del río. La piedra logra romper la superficie parduzca del agua y se hunde con su único tripulante gatuno. Veo  cómo la bolsa se desliza en sentido de la gravedad como una batisfera llendo al fondo marino, generando pequeñas ondas en el agua y burbujeos. Las ondas se extienden hasta casi desaparecer en segundos, las burbujas vienen en grupos más reducidos...


Entonces una idea, más desproporcionada que la anterior, recorre los laberintos de mi mente.
Salto hacia las aguas cenagosas, siguiendo el epicentro del impacto de la piedra, comienzo a sumergirme con fuerza pero con dificultad en un torrente espeso y húmedo. Mi cuerpo se desliza de forma sinuosa, los pulmones hacen un esfuerzo por mantener su consistencia, mis brazos se desplazan como si fuesen remos orgánicos, siento que mi piel se convierte en un bulo entre mamífero acuático y escualo. Logro abrir los ojos sin sentir dolor, pero solo veo flotar inmundicia.

Llego al fondo lodoso del río, lleno de piedras pulidas y troncos hinchados, tanteo y tanteo en busca de un tacto a oquedad blanda. Lo encuentro, pero además tiene un nucleo duro pero flexible. He encontrado lo que buscaba, inicio un ascenso a la superficie con la mercancía que tanto esfuerzo intenté hundir.


Llego a tierra firme en los cimientos del puente, empapado en cieno tóxico, suelto la bolsa, está resbaladiza y no logro abrirla así que la intento desgarrar con mis uñas.

Entonces, mientras forcejeo la bolsa, los recovecos de mi sufrido cerebro se inundan completamente por una idea, la más radical que se me ha ocurrido de todas las ideas en los últimos momentos.



 Logro abrir la bolsa. Dentro se halla un poco de agua sucia y el gatito empapado por porquería negruzca, con todos los pelos greñosos y las diminutas fauces abiertas. No para de maullar de manera lastimosa, desconcertado de todo lo sucedido.

Saco al gatito de su ex-ataud acuático. Lo sostengo entre mis manos, comienzo a limpiarlo de toda mugre acuosa. Ya limpio pero aún mojado, comienzo a aplastar su torax. Ahora el gatito procede a  aullar dolorosamente. Sonido como de ramitas crujiendo resonaron, ví cómo su vientre se hinchaba por el esfuerzo de sus visceras a resistir la presión de mis sucias garras. Pero tarde, su panza se rajó, organos digestivos comenzaron a asomar, acompañados de músculos retorcidos, sangre, corazón, parte de los pulmones atravesados por fragmentos de costillas. Aún así el gatito continuaba maullando en agonía, cómo su cuerpo destrozado, mutilado, descuajeringado seguía haciendo un último esfuerzo por lanzar esos maullidos en busca de una ayudaque nunca llegaría.

Entonces comencé con mis fauces  a arrancarle la piel de la cabeza, a recortarle las orejas, a curtirle el rostro, sentía cómo sus últimos instantes de vida vibraban a través de mis colmillos. Empecé a despojar de carne la superficie del cráneo, despojando de toda identidad y vida al gatito. Apreté el cráneo suavemente entre mis incisivos y tiré con fuerza hasta arrancarle en un eterno adios de su cuerpo. Me relamí la sangre tanto de las manos como del cráneo del gatito con una sensación que rozaba la lascivia, lo obsceno.

Arrojé  esta vez para siempre el cuerpo machacado a las aguas de las que había surgido en un macabro renacimiento. También tiré la leche de gato, formando un ingrediente más en el crisol que era el lecho contaminado del río.




Ahora he vuelto a casa, llevando conmigo el cráneo totalmente limpio del gatito.

Lo miro, disfruto de su tacto amarfilado, de su morfología que a pesar de estar escasamente desarrollada es atractiva a la vista. Pero si lo miro fijamente durante unos instantes más, mi cerebro se llena de pensamientos: ¿por qué fui a recoger al gatito si acabaría arrojándolo?¿Por qué me pringué yo siendo el que le iría a sacrificar si podría haber sido otro el que lo hiciera? ¿Por qué me zambullí en su rescate para luego darle un destino brutal y sanguinario?¿Qué sucederá ahora si me ven con este cráneo?¡Cómo reaccionaría mi buen amigo si supiera que le he "robado" un gatito, un extraño pero inofensivo gatito que nada tenía que ver con él, que apareció así sin más en la Tierra para luego acabar muerto por mí!


Ahora me veo como un ente antropomórfico supremo, un monstruo-deidad que se ha cobrado su sacrificio de forma caprichosa. Pero me debato entre dos grupos de sentimientos sin saber cuál de los dos es más doloroso o contradictorio:
tristeza y lástima por aquello que nunca pude disfrutar, regocijo y éxtasis por un acto sucio y gratificante.

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